Para Gabino, El perro, el niño, el milagro; de Manuel Benítez Carrasco

Taber

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11 Junio 2003
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Junto al cielo de los perros
Un cielo lleno de acacias
Y de niños y de madres
Y de cantos y de hadas.

Pero había un niño triste
Cara de ausencia y nostalgia,
Siempre solo, siempre serio,
A punto siempre de lágrimas.
Un niño con una mano
Inútil, seca, sin alma.
Ay, que infierno diminuto
Era aquella mano lacia.

Y desde su cielo el niño,
Siempre asomado a la tapia,
Miraba a mi perro cojo
Con una triste mirada;
Miraba a mi perro cojo
Y al mirarlo recordaba…

Un día en una placeta,
Un perro de pobre casta,
Una apuesta de buen tino,
Un silbido, una pedrada…
Y un aullido que se aleja…
Y el perro, rota una pata.

¡Qué frio remordimiento
Sentía en su mano lacia!

Y, mientras tanto en su cielo
Mi perro jugueteaba
Con un angelillo cojo
Que era el ángel de su guarda.

Hasta que un día, jugando,
Llegaron hasta la tapia
Donde estaba el niño triste
A punto siempre de lágrimas.

Dejó de jugar mi perro
Con el ángel de su guarda;
Se quedó quieto un momento,
Las orejas levantadas;
Luego afianzó la muleta,
Se apoyó sobre la tapia
Y miró al niño con una
Larga y antigua mirada.
Y el perro mirando al niño
Recordaba… recordaba…

Un día en una placeta,
Sed y hambre de semanas,
Un niño la mano en alto,
Un silbido, una pedrada
Y un golpe en su pata y sangre,
Sangre en su ya inútil pata.

El niño, por un instante
Miedo y más miedo la cara,
Fría la carne y dudando
Si aquella fija mirada
Era olvido, era perdón,
O acusación o amenaza,
Quedó inmóvil esperando
Ladridos y dentelladas.

Pero los perros no saben
De rencores ni venganzas.
Por eso mi perro cojo,
Olvidando la pedrada,
Se echó atrás, tomo carrera,
Salvó de un salto la tapia;
Y agachando las orejas,
Y amansando la mirada
Y multiplicando mimos
Y abanicando palabras
Con los ojos, con los dientes,
Con el rabo, con las patas,
Empezó a lamer la mano
Inútil, seca y sin alma.

La lengua del perro fue
Para aquella mano lacia
Como un reguero de vida,
Como un reguero de savia.
Y el niño sintió, qué gozo,
Que en la mano le brotaba
Como un arroyo de vida,
Como un arroyo de savia
Y que los tendones muertos
De pronto resucitaban.

Satisfecho del milagro,
Rabo alegre, orejas gachas,
Regresó el perro a su cielo,
Pura cojera de gracia.

El niño le dijo: adiós.
Y al despedirlo, lloraba
Abanicando en el aire
La mano resucitada.

Y el perro le dijo: adiós,
Con la muleta de plata.


Manuel Benítez Carrasco.
 
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