Tizona, quería decirte que no es cuestión de ser idealista o no; por lo general y quitando tarados que se suicidan, nadie puede elegir el día de su muerte, pero si a mí me llegara, que sea montando. Por otra parte, decirte que Nagore no sufrió, ya que la fractura que se hizo la dejó inconsciente en el acto. Sobre lo que dices de caerte...que te diría ...pues que yo casi llegué a ser del "inventario" de las urgencias del Puerta de Hierro, y en cuanto podía, volvia a montar en el hipódromo; y si hacía falta, me quitaba la escayola de turno para hacer lo que más me gusta: montar. ¿inconsciente? Pues sí, pero el no poder montar me sacaba de mis casillas.
El estado de las pistas es el que es, y todo el mundo lo sabe. Por esa misma norma, deberíamos exigir que todas las carreteras fueran autovias para que no hubieran choques frontales (por ejemplo). Los caballo son seres vivos y los que montamos sabemos a lo que nos atenemos. Y por último: hasta hace 15 ó 16 años, en el hipódromo no era obligatorio el casco en los entrenamientos, aunque en carreras sí.
Y os dejo un escrito que me mandaron por internet, es largo, pero muy bueno, y yo soy de esa generación y quizás, por eso soy como soy:
«dedicado a los que nacieron antes de 1975»
«Mirando atrás», un texto sin firma que explica cómo eran aquellos niños
Cuando reflexiono sobre aquellos años, la verdad es que no sé cómo pudimos sobrevivir a nuestra infancia. Fuimos la generación de la «espera»; nos pasamos nuestra infancia y nuestra juventud esperando. Teníamos que hacer «dos horas de digestión» para no morirnos en el agua, dos horas de siesta para poder descansar (?); nos dejaban en ayunas toda la mañana del domingo hasta la hora de la comunión para... todavía no sé para qué; hasta los dolores se curaban esperando, «aguantaformo» se llamaba o soplando sobre la herida y esperando a que fuera verdad eso que te decía tu madre de que «si no sana hoy, sanará mañana».
Mirando hacia atrás, es difícil creer que sigamos vivos. Todos nosotros viajábamos en coches sin cinturones de seguridad pretensados y sin «airbag», hacíamos viajes de más de diez horas con cinco personas metidas en un «600» y no sufríamos el síndrome de la clase turista. No tuvimos puertas, armarios o frascos de medicinas con tapa a prueba de niños. Andábamos en bicicleta sin casco, y eso sin contar las veces que hacíamos auto-stop. Más tarde en moto, sin papeles, y no la habíamos robado.
Esquinas en pico
Los columpios eran de metal y con esquinas en pico, y jugábamos a «lo que hace la madre, hacen los hijos», o sea, a ver quién era el más bestia. Todos nuestros juguetes tenían plomo y los sádicos de los Reyes Magos siempre nos dejaban el «quimicefa» o el «cheminova», juguetes (?) que incluían todo lo necesario, mecheros de alcohol incluidos, para hacer estallar un tubo de ensayo y dejar tu habitación como la zona cero de Nueva York. Además, se nos exigía el manejo de serretas de pelos afilados en las clases de pretecnología, clases a las que teníamos que ir provistos de alucinógenos pegamentos, y nadie se hizo adicto ni se conoce caso alguno de pérdida traumática de los dedos propios por culpa de serrar un payaso de madera.
Pasábamos horas construyendo nuestros carros de rodamientos para bajar por las cuestas y sólo entonces descubríamos que nos habíamos olvidado de poner los frenos. Lo mismo hacían los más afortunados con los coches de pedales, que tampoco tenían freno y duraban dos días. Aprendimos a resolver el problema de tanto chocar con los árboles.
También jugábamos en los recreos a «churro va» y nadie sufrió hernias ni dislocaciones cervicales. Nos rompíamos los huesos y los dientes y no había ninguna ley para castigar a los culpables. Nos abríamos la cabeza jugando a guerra de piedras y no pasaba nada, «eran cosa de niños» y se curaban con mercromina. Todo lo curaba la mercromina. Te hacías un rasponazo y mercromina. Te abrías la cabeza y mercromina.. No había nadie a quién culpar, sólo a nosotros mismos. Tuvimos peleas y nos «esmorramos» unos a otros y aprendimos a superarlo. Comíamos dulces y bebíamos refrescos, pero no éramos obesos. Si acaso, alguno era gordo, sólo gordo; gordo y punto. Estábamos siempre al aire libre, corriendo y jugando.
Compartimos botellas de refrescos, «minis» o lo que se pudiera beber y nadie se contagió de nada. Solo nos contagiábamos los piojos en el colegio, algo que, contra lo que se pudiera pensar, no se arreglaba con mercromina, sino que nuestras madres nos lavaban la cabeza con vinagre caliente y nos cortaban el pelo. Ninguno tuvo una Playstation, Nintendo 64, juegos de ordenador, cien canales de televisión, películas en vídeo, sonido «dolby surround», CD, DVD, computadoras ni, por supuesto, internet.
Nosotros tuvimos amigos. Quedábamos con ellos y salíamos. O ni siquiera quedábamos, salíamos a la calle y allí nos encontrábamos. Salíamos de casa por la mañana, jugábamos todo el día y sólo volvíamos cuando se encendían las luces de la calle. Nadie podía localizarnos. No había teléfonos móviles. Y jugábamos a las chapas, al peón, a las bolas, al taco, al rescate, a la taba..., en fin, lo que se dice tecnología punta. Íbamos en bici o andando hasta la casa de un amigo y llamábamos a la puerta. ¿Imagínense, sin pedir permiso a nuestros padres! Y nosotros solos, allá fuera, en ese mundo cruel ¿sin ningún responsable! ¿Cómo lo conseguimos?
Lidiamos con la decepción
Hicimos juegos con palos, perdimos mil balones de fútbol, y comimos pipas, y aunque nos aseguraron que pasaría, la verdad es que nunca nos crecieron en la tripa ni tuvieron que operarnos para sacarlas. Bebíamos agua directamente del grifo, sin embotellar, e incluso muchos chupaban el grifo. Comprábamos petardos a peseta, los metíamos en un cochecito de metal cubierto de azúcar y jugábamos a volar hormigueros. Íbamos a cazar lagartijas y pájaros con la escopeta de perdigones antes de ser mayores de edad y nunca nos acompañó un adulto. ¿Dios mío!
En los juegos del colegio, no todos participaban en los equipos. Los que no lo hacían, tuvieron que aprender a lidiar con la decepción. Algunos estudiantes no eran tan inteligentes como otros y repitieron curso. ¿Qué horror, no inventaban exámenes extra! Veraneábamos durante tres meses seguidos, y pasábamos horas y horas en la playa sin crema de protección solar ISDIN 15, sin clases de vela, de pádel o de golf, pero sabíamos construir fantásticos castillos de arena con foso y pescar con arpón. Éramos responsables de nuestras acciones y apechugábamos con las consecuencias. No había nadie para resolver eso. La idea de un padre protegiéndonos si transgredíamos alguna ley, era inadmisible. ¿Ellos protegían las leyes!
Tuvimos libertad, fracaso, éxito y responsabilidad, y aprendimos a crecer con todo ello. No te extrañe que ahora los niños salgan gilipollas. Si tú eres de los de antes. ¿Enhorabuena! Pasa esto a otros que tuvieron la suerte de crecer como niños, antes de que las asociaciones de padres, abogados, legisladores, gobiernos y todo tipo de colectivos, sobre todo las ONG, nos volvieran a todos unos imbéciles. El pequeño de la familia de los Alcántara, de la serie «Cuéntame», encarna a la perfección a aquellos niños nacidos antes de la «PlayStation»